Es la
primera vez que cuento esto, pero creo que voy a compartirlo en el mejor lugar que
podía hacerlo, entre compañeros.
Mi primer
día en un despacho de abogados.
Acaba de llegar a Madrid.
Venía de Granada.
Había disfrutado de Madrid muchas veces, pero no como lugar de residencia y trabajo. Ahora daba comienzo allí a mi carrera profesional.
Mi cara de novata mi primer día en el bufete debía de ser un poema, pero traté de guardar mis inseguridades en el rincón más profundo de mí misma. Tenía muy claro que no podía ser el problema de nadie, tampoco podía desaprovechar aquella oportunidad. Por eso, asentía a cuánto me decían tratando de que no se me escara nada.
Aquella mañana me encomendaron repasar todos los expedientes activos y llamar a los procuradores y compañeros para ir dando impulso a los temas.
Ninguna aclaración al respeto.
Me dejaron sola en una sala abarrotada de papeles.
Abrí las primeras carpetas y fui pasando los folios, procedimiento monitorio, ejecución derivada de procedimiento verbal, procedimiento de juicio ordinario, diligencia de ordenación, auto nº…, providencia de fecha… comunicaciones de fax con los compañeros y procuradores… Cada expediente parecía un rompecabezas, un galimatías que debía descifrar para saber qué decir o pedir a los procuradores que intervenían en cada uno de los procedimientos (pues para colmo de males, había varios a quien llamar).
¿Por dónde empezar?
Aún no había comenzado mi curso de práctica procesal civil y mi procesal se limitaba a dos asignaturas de la carrera, de contenido abstracto, pues en aquellos tiempos (ya de Maricastaña) no existía la vertiente práctica y jamás vimos un escrito jurídico. Ignoraba así la dinámica procesal y tampoco iba más avanzaba en su lenguaje jurídico.
Para colmo, el teléfono me miraba desafiante, no como aparato divertido con el que conversar con los amigos, sino como un instrumento intimidante, “Si te equivocas, dejarás al despacho en mal lugar y te despedirán” parecía decirme. Confieso que dejé pasar algunas horas hasta que me decidí a marcar el primer número.
No voy a mentir, aquella tarde mis llamadas resultaron un desastre y obtuve pocas respuestas concluyentes. Me sentí como una intrusa invadiendo terreno ajeno. Tartamudeé, me expresé con atropello, la garganta congelada, la voz entrecortada. Me disculpaba, pues me parecía que estaba robando un tiempo valioso a mis interlocutores y, rezaba para que no me mandaran a paseo (cosa que alguno hizo). Hablé de usted a los compañeros, pidiendo disculpas de antemano “perdone que le moleste”, “es solo un minuto, disculpe por anticipado”. Para colmo, me transformé en la persona más susceptible del mundo a las sensaciones de cada interlocutor. Casi me eché a llorar cuando alguno me dijo: “pues haz un escrito” y “¿otra vez tú, y ahora por qué expediente preguntas?”
Llegué a casa extenuada, como si hubiera pasado varias horas machacándome en el gym, y pensé, “no tengo madera de abogada”.
Veintitantos años después, recuerdo aquel día con nitidez, pero ahora lo hago con una sonrisa. Si repaso mis errores, encuentro una actitud apocada ante lo desconocido. Esa noche me martilleé una y otra vez profundizando en mis errores. Con el nuevo día decidí dar un paso al frente. Madrid no iba a comerme, yo iba a comerme a Madrid y a aquél despacho de abogados. Compré la LEC y varios libros prácticos y me puse a estudiar, para comprender. Pedí ayuda en el despacho, y mi "maestro" se sentó conmigo y me explicó rápidamente de lo que iba todo aquello. Entonces, entendí que no hay nada de qué avergonzarse cuando estamos en proceso de aprendizaje, ya que nadie nace sabiendo.
Acaba de llegar a Madrid.
Venía de Granada.
Había disfrutado de Madrid muchas veces, pero no como lugar de residencia y trabajo. Ahora daba comienzo allí a mi carrera profesional.
Mi cara de novata mi primer día en el bufete debía de ser un poema, pero traté de guardar mis inseguridades en el rincón más profundo de mí misma. Tenía muy claro que no podía ser el problema de nadie, tampoco podía desaprovechar aquella oportunidad. Por eso, asentía a cuánto me decían tratando de que no se me escara nada.
Aquella mañana me encomendaron repasar todos los expedientes activos y llamar a los procuradores y compañeros para ir dando impulso a los temas.
Ninguna aclaración al respeto.
Me dejaron sola en una sala abarrotada de papeles.
Abrí las primeras carpetas y fui pasando los folios, procedimiento monitorio, ejecución derivada de procedimiento verbal, procedimiento de juicio ordinario, diligencia de ordenación, auto nº…, providencia de fecha… comunicaciones de fax con los compañeros y procuradores… Cada expediente parecía un rompecabezas, un galimatías que debía descifrar para saber qué decir o pedir a los procuradores que intervenían en cada uno de los procedimientos (pues para colmo de males, había varios a quien llamar).
¿Por dónde empezar?
Aún no había comenzado mi curso de práctica procesal civil y mi procesal se limitaba a dos asignaturas de la carrera, de contenido abstracto, pues en aquellos tiempos (ya de Maricastaña) no existía la vertiente práctica y jamás vimos un escrito jurídico. Ignoraba así la dinámica procesal y tampoco iba más avanzaba en su lenguaje jurídico.
Para colmo, el teléfono me miraba desafiante, no como aparato divertido con el que conversar con los amigos, sino como un instrumento intimidante, “Si te equivocas, dejarás al despacho en mal lugar y te despedirán” parecía decirme. Confieso que dejé pasar algunas horas hasta que me decidí a marcar el primer número.
No voy a mentir, aquella tarde mis llamadas resultaron un desastre y obtuve pocas respuestas concluyentes. Me sentí como una intrusa invadiendo terreno ajeno. Tartamudeé, me expresé con atropello, la garganta congelada, la voz entrecortada. Me disculpaba, pues me parecía que estaba robando un tiempo valioso a mis interlocutores y, rezaba para que no me mandaran a paseo (cosa que alguno hizo). Hablé de usted a los compañeros, pidiendo disculpas de antemano “perdone que le moleste”, “es solo un minuto, disculpe por anticipado”. Para colmo, me transformé en la persona más susceptible del mundo a las sensaciones de cada interlocutor. Casi me eché a llorar cuando alguno me dijo: “pues haz un escrito” y “¿otra vez tú, y ahora por qué expediente preguntas?”
Llegué a casa extenuada, como si hubiera pasado varias horas machacándome en el gym, y pensé, “no tengo madera de abogada”.
Veintitantos años después, recuerdo aquel día con nitidez, pero ahora lo hago con una sonrisa. Si repaso mis errores, encuentro una actitud apocada ante lo desconocido. Esa noche me martilleé una y otra vez profundizando en mis errores. Con el nuevo día decidí dar un paso al frente. Madrid no iba a comerme, yo iba a comerme a Madrid y a aquél despacho de abogados. Compré la LEC y varios libros prácticos y me puse a estudiar, para comprender. Pedí ayuda en el despacho, y mi "maestro" se sentó conmigo y me explicó rápidamente de lo que iba todo aquello. Entonces, entendí que no hay nada de qué avergonzarse cuando estamos en proceso de aprendizaje, ya que nadie nace sabiendo.
En nuestra
profesión, siempre hay mucho por aprender y esa experiencia se construye a
través de esas primeras veces. Además, aprender también es una habilidad que se
desarrolla; depende de nuestra actitud. La receptividad frente a los retos
también se aprende y fortalece con el tiempo.
Como abogados, cada vez que
enfrentamos novedades o reformas, recomenzamos y sumamos conocimientos y experiencia.
Por ello, aunque todo comienzo puede resultar difícil, no debemos temerle, sino emplear una buena actitud.
¿Y tú? ¿Cómo fue tu primera experiencia y como te sentiste?
Por ello, aunque todo comienzo puede resultar difícil, no debemos temerle, sino emplear una buena actitud.
¿Y tú? ¿Cómo fue tu primera experiencia y como te sentiste?
Comentarios
Publicar un comentario
Comparte tus impresiones